EL NICASIO Y EL CINE

Nicasio Ardiles Padilla nació cuando las cartillas de racionamiento tocaron a su fin. A Nicasio Ardiles Padilla no le tocó cartilla de racionamiento pero sí de lactante, que fue la última cartilla que se mantuvo en vigor. Al Nicasio Ardiles Padilla le gustaba el cine un horror. Al Nicasio Ardiles Padilla le pusieron Gallinero de mal nombres por su afición a ir al cine. Al Nicasio, como al resto de niños de aquella época, les parecía mucho más interesante el gallinero que el patio de butacas. Y mucho más barato, adonde iba a parar.. El Nicasio Ardiles iba todos los jueves a la primera sesión de tarde. El precio de la entrada, una peseta con veinticinco céntimos, correspondía con el 50% de descuento si entregabas un vale de los que daban en el mercado. Al Nicasio Ardiles Padilla en cuento le daban de comer se cogía las una veinticinco que había recaudado haciéndose cucamonas a su abuelo y se marchaba a la sesión continua del Bellas Vistas, o del Montija, o del Europa o del Estrecho. En El barrio del Nicasio Ardiles, como en casi todos los de Madrid, había donde elegir. En los cines de barrio de aquellas épocas se echaban, que no se ponían, ni se programaban, dos películas, el NO-DO y, si había suerte, una cosa que llamaban Complementos, que nunca supo bien si eran anuncios, traileres de otras películas o qué gaitas eran. En los cines de barrio a los que acudía el Nicasio siempre olía a ozonopino RuyRan que rociaba el acomodador con una especie de extintor rojo. Al ozonopino se le llamaba flyt, por ser rociado. Nunca supo muy bien de donde viene la expresión flyt pero valía tanto para el ozonopino como para rociar los somieres contra las chinches. El acomodador y el portero de los cines del barrio del Nicasio vestían trajes y abrigo, en invierno, de emperador centroeuropeo, con entorchados en los hombros y hasta gorra de plato. Otra cosa no tendrían, pero anda que prestancia… El acomodador llevaba una linterna plana, a la que, cuando se fundía, se le cambiaba la bombilla minúscula. También recuerda el Nicasio que las pilas de la linterna eran de petaca y hacían contacto sobre dos pequeñas pestañas a las que, si se arrimaba la lengua, daban algo de corriente. El acomodador solicitaba las entrada, las alumbraba con la linterna y dirigía a los espectadores hasta la butaca. El Nicasio siempre llegó media hora antes de abrirse las puertas de cine y, por tanto, nunca necesitó de la ayuda del acomodador. Cuando indicaba con la linterna los asientos a ocupar extendía su mano, sin ningún tipo de rubor, reclamando su propineja. Si no le daban propina el acomodador iba relatando contra los espectadores hasta que volvía a los cortinones de terciopelo que hacían de filtro de la luz de la entrada. El acomodador era una especie de capataz del circo. Si él decía silencio se callaba todo el mundo, si chistaba y alumbraba, a la menor te sacaba de la sala cogido de la oreja. Nunca, jamás, había que ponerse, si se ocupaba el patio de butacas, sin el cobijo del entresuelo. Los gamberros del entresuelo escupían, o meaban, a los del patio de butacas. Una vez finalizada la primera película, entraba en la sala un par o tres de vendedores de caramelos, de bombón helado y otras golosinas -recuerda unas grageas redondas de chocolates Nestlé que se pelaban, una a una- a las que el Nicasio nunca tuvo acceso. Antes de apagar la luz para rebobinar la película aparecía un cartel que decía: visite nuestro bar. Antes, mucho antes, se ponía: ambigú en el hall de entrada. Esto, claro, era mucho más fino. El Nicasio vio varias veces, pues si no tenía deberes veía dos veces cada una de las dos películas, morir a Liberty Valance, se acojonó lo suyo con la uña del dedo meñique y el bigote de Fumanchú, se embarcó con James Masón en el Nautilus, se levantó contra Roma a la vez que Kirk Douglas en Espartaco, nadó con Johnny Weissmuller y con Chita en las charcas del Kalahari (yo Jane, tu Tarzán), se avergonzaba, en Semana Santa, con la mini túnica de Victor Mature. También lloró el Nicasio lo suyo cuando el niño rubio le gritaba a Alan Ladd vuelve Shene, vuelve… El Nicasio creció como crecen los cardos, y las ortigas, por efecto de las lluvias y el alimento que le da la tierra y comenzó a trabajar antes de cumplir los catorce. Entonces, con sus cinco pesetillas. ¡A duro el cine, que horror. No sé adonde vamos a llegar! En el cine Europa, con tu durito, podías ir al patio de butacas -siempre al resguardo del gallinero pero sin llegar a ocupar la fila de los mancos- y allí vio el Nicasio Arder París y El día más largo, películas corales de la segunda gran guerra. Y vio volar por los aires los Cañones de Navarone, y se enamoriscó de Irene Papas que se parecía mucho a una vecina de su pueblo, siempre lozana y de negro. Y por fin se quedó de una pieza al ver a The Beatles en Help y pasó las de Caín con la avioneta que quería rociar de flyt a Cary Grant, y como parecía que a cada momento pillaban a James Stewaard con los binoculares en la mano mirando por La ventana indiscreta. Y el Nicasio creció más y ya asistía regularmente a los cines de Fuencarral y la Gran Vía, y se azoró con Dusty Hoffman y la señora Robinson y pensó que, pese a la edad, estaba mucho más buena Anne Bancroft que su hija. Pero lo que siempre recuerda el Nicasio, cuando piensa en el cine, es el hambre que atesoraba en aquellos cines en que estaba prohibido comer o llevar bocadillo. En eso y en los asados de patas de ternera, o corderos de Los Vikingos que se comía un Ernest Borgnine y en la cola que tuvo que esperar para ver Helga, el milagro de la vida. Eso, y la cara de membrillo que se le quedó al salir de ese único cine de arte y ensayo al que jamás volvió.

AQUELLA FAENA DE EL CAYENA

Genaro Matalobos Loureiro de nombre artístico Calesero de Tragacete fue, en su juventud, matador de novillos, erales y añojos salió varias veces a hombros en ferias de pueblos medianos y alguno que otro grandecitos. El Genaro Matalobos, o sea, el Calesero de Tragacete, no pudo tomar la alternativa y, por tanto lidiar en plazas de primera porque tenía una pata más corta que la otra. Hoy, esto mismo, le habría servido para sacarle una pasta a las empresas por discriminación. En la vida hay que llegar a tiempo, de lo contrario el toro pasa y ya no vuelve a rematar. Al principio sí que le contrataban pensando que, su cojera, era chulería. ¡Qué tío!, decían los aficionados. Y qué manera más taurina de caminar. Eso es chulería cañí. Si parece del mismo Chamberí. Luego ya, cuando le echaron el ojo, se dieron cuenta de que era la falta de un palmo de largo en la izquierda y le relegaron a picador, donde, bien mirado tanto da el tamaño de una o de las dos piernas. Antes de abandonar el capote y abrazarse al caballo algunos aficionados, con muy poca caridad cristiana, le cambiaron el apodo por Cojo de Tragacete. Luego, al triunfar como caballero le dedicaron el apodo de El Cayena, por lo que picaba. Tampoco es que le ayudara mucho su primer apellido, porque llamarse Matalobos siendo matador de toros infundía confusión entre el respetable. Una tarde, en la plaza de Turégano, al terminar de picar a un toro de Carriquiri -encaste de Carlos Núñez- una señora, tan desparramada de carnes que no entraban dos en media docena, entró en trance con el varetazo tan taurino y bien colocado que, al salir el toro de debajo del peto se levantó, mientras Cayena saludaba, castoreño en mano, y le tiró el sostén como si fuera un concierto de los Hombres G. Un sujetador de una talla tan descomunal que, la desgracia, que siempre anda a la que salta en el ruedo, le cayó al toro encima metiendo un pitón por cada uno de los tirantes y colocándole las copas como si fuera una montera. La gente, que para esto es muy dada a la chanza y el choteo, pidió música a la banda y el maestro, viendo la situación y a petición del público a quien tanto agradece y se debe, se arrancó con El Relicario. Desde los tendidos altos le gritaban a Genaro: anda, Cayena, hazte un relicario con el trocito de su capote. El toro cabeceaba, los matadores intentaron soltar al toro del pedazo de sostén y las cuadrillas que no podían acudir pues estaban partiéndose de risa en el burladero. Al final, y con la vergüenza torera de haber sido él el único responsable del desgraciado asunto decidió bajarse del caballo y, con su defensa en la pierna buena, y la bota de la izquierda con un palmo de suela falsa, se echó al testuz del morlaco y, de un tirón, arrancó la prenda de la cabeza del burel. Aquello fue un festival de palmas, sombreros volando al ruedo desde la grada y gritos de ¡torero, torero! El presidente, que no sabía como reaccionar, sacó el pañuelo blanco, en lugar del verde, que es el que se saca para cambiar el toro que había quedado para el arrastre del cansancio. La gente lo interpretó como que el madero le había premiado con una oreja y los tendidos se llenaron de más pañuelos todavía para pedir la segunda. ¿Qué hago?, le preguntó el presidente al asesor. Concedérsela, señor presidente. La primera la otorga el público pero la segunda tiene usted la facultad de concederla. Pero si el toro no ha muerto. Pues saque el pañuelo naranja y lo indulta. Sí, hombre… Y luego me matan los animalistas por cortarle las orejas al toro estando vivo. No puede ser. Pues entonces, presidente, llamé al callejón y dígale al delegado que lo mate el picador, que ha sido el que la ha liado con el varetazo que ha dado. ¿Y eso lo permite el Reglamento? El Reglamento, señor presidente, es interpretable y usted es quien puede hacerlo. Bien, pues sea de esa manera. El presidente cogió el teléfono y dio las instrucciones pertinentes al delegado para que el toro lo matase el picador. Hecho único e irrepetible en la historia de la tauromaquia. ¿Y cómo terminó, don Dimas?. No me deje usted así. Pero si usted no es taurino, don Matías. Ya lo sé, pero llegado a este punto… Pues el caso es que hizo un faenón que para qué. Al final, y para matar más cómodo, se quitó la bota con el añadido y, la gorda, que estaba distraída, se pensó que el toro le había arrancado media pierna. La dio un vahído y tuvieron que trasladarla entre diez personas a la enfermería. La estocada la dejó un poco caída pero el toro rodó sin puntilla. Al final le sacaron a hombros y le llevaron en andas hasta la pensión donde, al verle llegar la patrona pensó que se lo traían herido y se negaba a dejarlos entrar pensado que le iban a poner perdida de sangre la pensión. Cuando se recuperó, al día siguiente, y en plena gloria de su carrera abandonó la misma para dedicarse a coger puntos a las medias en la mercería La Sepulvedana, en la calle de López de Hoyos. La mercería, para los que no conocen la historia, era propiedad de la gorda que le tiró el sostén porque sí, esta historia acaba como deben de acabar las historia de toreros buenos; bien y con final feliz. El Genaro y la Dulce, que así se llamaba la gorda se casaron y fueron felices. Aún hoy en los corrillos tauromáquicos se comenta el día en que Genaro Matalobos Loureiro, alias Calesero de Tragacete, Cojo de Tragacete y, finalmente, El Cayena armó la gorda. Y nunca mejor dicho lo de la gorda.

LA VERBENA DE DON SANDALIO

Don Sandalio Calzadilla Poveda inclinó un poco el diario y, sobre el arco de sus gafas miró el caminar alegre de aquella joven. La chica tenía de todo, y cada cosa en su sitio. Y a don Sandalio, afamado estraperlista, se le escapó un suspiro mientras la joven se alejaba calle abajo. ¡Chico!, le gritó al camarero. Un corriente con la leche bien caliente. Y dile al limpia que venga. ¿Qué va a ser, don Sandalio? Un servicio especial, Blas. Me vas a lustrar bien los zapatos que hoy tengo que lucirme. ¿Un Chester, Blas? Venga, don Sandalio. Uno está más acostumbrado a la picadura pero un americano no se rechaza nunca. Con su permiso me lo guardo para luego, cuando le termine el servicio. El Blas se colocó el Chesterfield detrás de la oreja y dispuso los tres cepillos y la cajita de betún alrededor de los zapatos de don Sandalio. ¿Has visto, Blas, la forma de andar que tenía la moza? Natural, don Sandalio. Es lo que a nosotros, en Rusia, cuando lo del tomate de la División Azul, ya sabe… Rusia es culpable, nos decían: caminar al paso alegre de la paz. No mezcles la política con la carne, Blas. No seas ordinario. ¿No conocerás a la muchacha, verdad? Y quien no la conoce, don Sandalio. Es la Esperancita, la hija del zapatero remendón, ese que tiene el chiscón bajo la escalera del portalón del 7 y 9. Si usted quiere, don Sandalio, uno podría hablar con el padre. Es muy comprensivo y, ahora, con esto de las cartillas de racionamiento, pues todos tenemos necesidades, ya me entiende. El Blas se presentó, una tarde, en casa del padre de la Esperancita, a la que habían vestido de domingo, y le invitaron a un blanco y unas olivas algo saladas y medio revenidas. En la escalera, donde tenía el zapatero su industria, olía a a lentejas agarradas y a coliflor. ¿No sería a lombarda? No señor. Me lo va a decir usted a mi, que estuve allí. Uy, perdón. Siga, siga… El Blas hizo las presentaciones y don Sandalio, con la venia del zapatero, salió aquella tarde a pasear por el Parque del Oeste, con doña Amancia, la esposa del zapatero que iba del bracete del Blas, el limpia, que los seguían a cierta distancia. Aprovechando que era víspera de San Antonio, y estaban junto al parque de la Bombilla, fueron a tomar un porrón de clara a la verbena. Se sentaron los cuatro en la misma mesa y don Sandalio aprovechó para sacar a bailar a la Esperancita. La orquesta tocaba Mi casita de papel. Esperancita, le dijo don Sandalio, uno no ya no es un pollo pera, es cierto, pero uno está muy solo. Uno lo que quiere es tener compañía y uno, además, quiere que esa compañía sea femenina. Uno había pensado… Oiga, don Dimas, con tanto uno parece una quiniela. ¿Me va usted a dejar que lo cuente tal como fue o me callo y se lo cuenta su tía de usted? Perdone, hombre. Y no se ponga así, continúe. Pues la Esperancita, con tanto arrumaco y tan que felices seremos los dos viviendo en mi casita de papel, se entregó a la ensoñación. Esperancita. ¿Qué? Yo sé que puedo parecer muy viejo para ti, pero no puedo evitarlo. ¡Te quiero! La Esperancita se dejó apretar un poco. No mucho, ni poco, una nada. Yo también le quiero a usted, don Sandalio. Llámame Sandy, con i griega, le dijo. Me hace mucho más joven y moderno. Como usted mande, don Sandy. Ay, hija. Apea el don, que ya somos novios. Al volver a la mesa el don Sandalio se encontró con que faltaban el limpia y doña Amancia. ¿Quieres que pida algo para merendar? Sí, Sandy; un bocadillo de anchoas y unos pajaritos fritos. ¡Que tía -pensó el don Sandalio- vaya saque! Cuando estaba terminándose la ración de pajaritos fritos aparecieron doña Amancia y el Blas. Usted perdone, don Blas, por dejarle solo. Es que aquí, la Amancia es amante del dancing y no vea cómo se le da el pasodoble y el tango. No te preocupes, Blas. Echa un trago al porrón y vuelve a sacar a la mamá de la Esperancita a bailar. No me vayas a estropear la noche. El Blas cogió a la Amancia por la cintura y se la llevó, nuevamente, al centro de la pista. Sobre las cabezas de los danzantes un viento fresco hacía bambolear el alambre con las bombillas de colores sobre la pista. Con el viento venía, de cuando en cuando, el aroma salutífero de las gallinejas, de los zarajos y de los torreznos. Los soldados, que estaban de permiso bailaban con las ayas de generosos pechos y unos jóvenes, tocados de gorra de visera, sacaban a bailar, sin éxito, a cuatro modistillas que estaban sentadas en unas sillas de tijera. La orquesta se metió en boleros lo que aprovechó el don Sandalio para pedirle a la Esperancita que salieran a bailar. Esperancita. Dime Sandy, Tú me querrás toda la vida. Uy, dijo la Esperancita, yo no sé cuanto dura la vida. Yo te quiero ahora, esta noche, y mañana ya veremos. Pero Esperancita, niña, yo creía que tú me querías. Y te quiero, Sandy, pero eso de para todo la vida es mucho prometer. Ahí tienes a mi madre, que esta tarde estaba tan enamorada de mi padre y ahí está, bailando y sobándole el lomo al limpiabotas. Para celebrar el compromiso don Sandalio organizó una merienda en la chuletera El Jardín, junto al arroyo Abroñigal. A la merienda acudieron siete personas: el don Sandalio y la Esperancita, el limpiabotas Blas, doña Amancia y el zapatero que ya hacen cinco; la Ildefonsa, una amiga de la Esperancita y que trabaja en Sepu y Marcial el camarero de Casa Antonio, el bar donde trabaja el limpia Blas y don Sandalio es cliente principal. El Marcial es algo sordo y, cuando le dicen que si quiere un vino dice que en su pueblo sí que hay pinos. Muchos más que en Madrid. Adonde va a parar… El Marcial se ha enfadado porque le ha ofrecido la Amancia una croqueta y él, en su sordera, le ha dicho que coqueta no, pero golfa lo es un rato largo y se ha liado, con el zapatero, a botellazos de sifón y a final han acabado todos en la Casa de Socorro. La Esperancita ha mandado al don Sandalio a tomar viento, la amiga de la Esperancita se ha encerrado en Sepu y ya no quiere saber más de ella, el don Sandalio ha dejado de acudir a Casa Antonio y al limpia y al Marcial les han despedido. Por si era poco la Amancia y el zapatero se han divorciado y al pobre remendón le ha dejado sin efecto el don Sandalio la cartilla de racionamiento. Y es que, cuando las cosas se tuercen no hay quien las arrregle.

INOCENCIO Y EL MITO DE ALCESTIS

No es fácil, no, ser eremita o santón en Madrid. Madrid no tiene cuevas, como esa de san Saturio en Soria o columnas donde auparse y sentarse en su cima como la de Simeón el Estilita. En Madrid se puede ser boticario de farmacia, como don Hilarión, o chispero, o manola, pero lo que es santón o eremita es prácticamente imposible. Madrid es una ciudad donde la mayoría de la personas no están vivas. Caminan, sí, pero lo hacen sonámbulas. Deambulan de un lado a otro, se mueven a una gran velocidad, como los hámsters en sus jaulas, pero lo hacen sin tino. Vamos, que miran pero no ven, caminan pero sin rumbo, respiran pero no aspiran.
Esta es la conclusión a la que llegó don Inocencio Casafuerte de Vicencio, ex embajador de España en las Islas Feroes mientras esperaba un nuevo destino donde servir a su patria. Su esposa, Cuquita, de soltera Esperanza Flordelys de Borbón Seis Sicilias, se ha hecho cargo de don Inocencio que sufre en silencio, como si fueran hemorroides, los desplantes del Ministerio de Asuntos Exteriores que, ahora, está en las manos de los enemigos del país. Él, que ha llevado el Instituto Cervantes a las selvas brasileñas -bien es cierto que para poco-, que ha defendido los intereses económicos de las inversiones en Katmandú -para cuando las haya- y ha enseñoreado el jamón ibérico de bellota en la tundra siberiana -donde solo se come tasajo de foca-, verse ahora así, como un parado o un mendicante de las colas del hambre le producía un dolor insoportable. Oye Patria mi aflicción… recitaba como un Espronceda cualquiera.
Mira Ino -la Cuquita le decía Ino en la intimidad del nido- así no puedes seguir. Tienes que salir a la calle, recuperar nuestras amistades. Todos me preguntan por ti en el club, y en el golf. Ayer, mismamente, en el brunch del Ritz el maitre me dijo que a ver cuándo podrían saludar al señor embajador personalmente. Todos quieren verte, y recuperar tus anécdotas en pro de España.
No puedo, Cuquita. No tengo fuerzas para salir a la calle. Tráeme tabaco, por favor. Y un mechero Bic electrónico, que no tengo fuerzas para girar la ruedecilla de los encendedores manuales.
La Cuquita bajó al estanco mientras el embajador se convertía, en sus delirios, en el héroe Admeto, condenado a muerte por las Parcas, pero que, gracias a la intermediación de Apolo recibe una nueva oportunidad: Admeto, o sea el embajador, puede rehuir la muerte si logra convencer a otra persona para que muera en su lugar. Ya no tengo madre o padre -sueña- a quien pedírselo. ¿Quién podría ofrecerse a morir en mi lugar? Mi hijo no; naturalmente. Él tiene que llevar a cabo mi ingente obra en pro de España. Mi secretaria tampoco querrá. Estos funcionarios no piensan más que en trienios, en sus vacaciones y en dormitar durante la jornada laboral. Menudos egoístas. Quizá Cuquita, como Alcestis, la esposa de Admeto. Las mujeres están hechas de otra pasta, más dura; quizá ella dé un paso al frente y se ofrezca voluntaria para morir por su mi, su marido. Duda; tal vez Cuquita acepte su ofrecimiento…, pero sin saberlo él Cuquita lo hecho sin querer. El destino ha querido que un camión cargado de urnas para las elecciones a la Comunidad Autónoma de Madrid, haya atropellado y convertido en un sello de correos a Cuquita quien, como Alcestis, muere y parte hacia el Hades.
Pero Heracles, convertido en sueño interrumpido saca a Alcestis -vamos, a Cuquita- del Hades y la devuelve triunfal a la tierra de los vivos, o sea a casa de Inocencio. Ella regresa a la vida e Inocencio, como Admeto, llora conmovido en el reencuentro con su mujer.
Perdóname, Cuquita, te he enviado al Hades como un mameluca, convertida en botones de esta desidia que me aplasta. Tú, mi futuro pluscuamperfecto convertida en botones, en chico de los recados, en cerillera de este viejo inútil roído por el desafecto patrio. Una Flordelys de Borbón Seis Sicilias, la verdadera marca España; la grandeza de España, convertida en chica de guardarropía, en cerillera de boite.
No te preocupes, Ino. Y levántate, verás como el mundo empieza a brillar de nuevo. Verás como todo comienza a parecerte, nuevamente, bello.
Tienes razón, Cuquita. Pon, por favor, la radio mientras me aseo…
Cuquita pone la radio en marcha y, en esos momentos, dan la notica del aumento de la pandemia, del envío de balas a los candidatos de las elecciones, de la bronca insufrible entre candidatos e Inocencio ya no aguanta más. Se despide de Cuquita dejándole una nota manuscrita sobre la mesilla que dice así:
Amantísima Cuquita. No puedo seguir viviendo en este país que maltrata a quien le sirve. No puedo arrastrarte conmigo a la vida de dejadez y miseria que voy a emprender. Apolo se equivocó dándome la oportunidad de volver a la vida y dejo esta consciente de su vacuidad. Emprendo una nueva vida como Simenón el Estilita y te dejo, para que tú procedas a tu mejor saber y entender, con las cosas mundanas que acumulamos a lo largo de la vida. Te quiere, tu Inocencio.
De dónde, o como, se marchó Inocencio nunca se supo ni en el club, ni en el golf, ni en el brunch del Ritz, pero según se dice en las cuevas que festonan el río Tajuña, alrededor de Morata, se escuchan de vez en cuando gritos que reclaman un Hades para España.

BORJA Y LOS FITIPALDI

Don Borja de la Bellacasa y Montesdeoca, marqués de Sotobañado y Priorato trabaja, actualmente, de cerillero y limpiabotas en la cafetería Pincho’s en Talavera de la Reina, Toledo, Spain. Los clientes, cuando tienen que dirigirse al señor marqués ya no lo hacen respetuosamente, por su título, y bajando el testuz. Ahora le dicen ¡limpia! y el señor marqués acude raudo, con su banquetilla baja en la izquierda y la caja con los cepillos y el betún en la diestra. Antes, el señor marqués a la mano izquierda le decía la de las riendas pero ahora, que las cosas no le han ido bien ha perdido la costumbre. Es lo que tienen las oportunidades, que unas veces pasan de largo y otras, sin darte cuenta, se topan contigo y te demudan el rostro. El señor marqués perdió herencia y fama cuando se casó, como canta Fito, el de los Fitipaldis, con la más guapa pero la menos buena. De algo hay que morir, se dijo. Filomena Represa Sobrarbe, alias Buitre, natural de Las Torres de Cotillas, en la Vega Media del Segura, provincia de Murcia, también Spain, se casó de penalti sin pasar por el VAR. Vamos, que se casó tras anunciar un falso embarazo. Los señores marqueses de Sotobañado y Priorato tenían otros planes para su único hijo quien, al conocer a la Filomena y visto que no era de su agrado, se negaron en redondo a la boda. Borja se marchó del palacio familiar dando un portazo y, al día siguiente, pidió la legítima y se marchó con la Filomena casándose por lo civil en el juzgado de Valmojado, Toledo, una tarde lluviosa de abril. Con el dinero aportado por la legítima de Borja se compraron una finca con una casa y montaron un hotelito rural al que comenzaron a acudir todos los adinerados amigos del marquesito. Al conocer que Borja se había casado en régimen de gananciales su padre le obligó a que en la compra del hotel, al menos, se hiciera explícita mención a que el dinero empleado era heredado por Borja de su legítima. Así, pensó el marqués padre, si la golfa esta se marcha, no le podrá quitar su dinero. A finales de ese verano la Filomena, que era muy cuca, le pidió que vendieran todo y comenzaran de nuevo en la alicantina Calpe donde, a la sombra de su peñón abrieron un hotel. Una vez comprado y ahora ya en régimen de gananciales la Filomea se convirtió en propietaria de la mitad, circunstancia que aprovechó para ponerle a Borja el petate liado en un mantel y atravesado con un palo como si fuera un maletilla. El juez determinó que el hotel, donde ellos tenían, además, su vivienda, debería venderse y repartirse el dinero de la venta. La Filomena, con su pasta y su embarazo ficticio se marchó de la vida de Borja tal y como había llegado. Borja se quedó con la mitad de la venta, un papelito con la cuenta corriente donde debía ingresar cada mes un sueldo para la Filomena y una cara de asombro que aún no se le ha quitado. Mientras Borja cargaba el petate al hombro y soltaba un par de lagrimitas frías y salobres, Fito cantaba en la radio Soldadito marinero conociste a una sirena de esas que dicen te quiero si ven la cartera llena. Una tarde de verano el marquesito Borja se metió en una cafetería del centro de Talavera por escapar de tortuoso sol del final de julio. Se sentó en una mesa junto al ventanal desde el que se veía pasar a las escasas personas que a esas horas caminaban por el centro de la localidad. Enfrente de la ventana había una tienda donde se vendía cerámica local. ¿Puedo sentarme a su mesa?, le dijo una joven atractiva. Por favor, dijo el marqués, levantándose educadamente, y extrayendo la silla de debajo de la mesa para ayudar a la joven a tomar asiento. La joven llevaba en la mano un vaso alto, de los de tubo, con tres adoquines de hielo y una rodaja de limón y, en la otra, una botella de bebida de cola. Mi nombre es Mariela, sin elle, solo con ele, puntualizó. Yo soy Borja, con erre entre la jota y la o, aclaró el marqués. La chica se rió, de forma desbordante, con la gracieta y, a Borja, se le vino encima un cielo pleno de estrellas fugaces. ¿Será el amor, ay será será…? Cantaba Conchita Bautista y al Borja, que era muy partidario de las señales indirectas de la vida, le pareció un extraordinario principio. Mientras hablaban y tomaban su refresco la señorita Graciela, sin elle, solo con ele y Borja, con erre entre la jota y la o, miraban pasear a sus vecinos que ahora, con la caída del sol trajo ese refrescor habitual en ambas Castillas, que diría Brasero, el del tiempo. En una de esas el Borja se quedó tieso, como si le hubieran dado al pause del mando a distancia. ¿Qué te ocurre, Borja. Estas bien? No me asustes. Camarero, por favor, traiga usted el desfibrilador que al caballero le ha dado un paralís. Borja se quedó de una pieza al ver salir a su ex esposa, la Filomena Represa Sobrarbe, alias Buitre, seguida por un ejército de empleados que metieron en un gran Mercedes todo terreno un sinfín de búcaros y otros chismes de cerámica talavereña. A la Filomena le seguía un anciano que repartía, como un Papá Noel desbocado, billetes de propina a todos los porteadores. La Filomena, apenas reconocible por las operaciones de estética, parecía la novia de un futbolista de las Azores. Será hijadeputa, acertó a decir. ¿Ya estás mejor, Borja, amor?, le dijo Mariela, sin elle, solo con ele. El Borja al verse así, de golpe y sin reparos, en brazos de Mariela, sin elle, etc., se acurrucó contra su generoso pecho y comenzó a sentirse en la gloria. Qué bueno es tener una mujer que te quiera y que no busque tan solo tu dinero. Oye, Borja, amor. Dime, Mariela, cariño. Me ha dicho una amiga que tu eres marqués, ¿es cierto? No. Yo no soy marqués. Marqueses son mis padres. Pero serán muy mayores ¿no? Sí. Entonces, cuando fallezcan, tú serás el marqués y te dejarán, además del título, las propiedades, ¿verdad?. El Borja cerró los ojos y aguzó el oído. En la cafetería, y a través del hilo musical de forma apenas perceptible se escuchaba a Fito y los Fitipaldi, cantaban: Él quería cruzar los mares y olvidar a su sirena/La verdad, no fue difícil cuando conoció a Mariela/Que tenía los ojos verdes y un negocio entre las piernas/Hay que ver que puntería, no te arrimas a una buena…

DE PERROS, TÍAS Y CUADROS

Ildefonso Poveda se casó muy enamorado de Mati Bermudez. Mati e Ildefonso han comprado un perrito pequeño. En realidad parece un conejo pequeño; un conejo con mixomatosis si nos fiamos de sus ojos saltones. Al perrito le llamaron Gordi, que es nombre cariñoso aunque no hace el más mínimo honor a sus escasas carnes. Gordi cuando discuten papá y mamá -vamos, el Ildefonso y la Mati- se pone a rilar y a emitir agónicos grititos. Papá Ildefonso ha sido pillado con el pantalón tirado con el profesor de Aquagym de la Mati y esta le ha puesto la maleta en la calle. Al día siguiente ha llamado a su abogada, especialista en rupturas y le ha dado instrucciones: sácale hasta los ojos. La abogada ha sonreído con un rictus de odio y se ha marchado al Juzgado. Mati se ha quedado con lo que hay de la llave hacia adentro, en la vivienda e Ildefonso con todo lo que hay de la llave hacia afuera. En el garaje el reparto ha sido el mismo: de la puerta hacia dentro para Mati y de la puerta hacia fuera para Ildefonso. A Gordi el juez le ha concedido la compartida y, mamá Mati le tendrá los días de labor e Ildefonso los fines de semana y las fiestas nacionales; las locales le tocan a Mati. Todo esto, naturalmente, ha dictaminado el juez si les es posible, por tener que cuidar de sus padres, o de otros mayores que no puedan cuidarse a sí mismos. Porque tienen ustedes mayores, ¿verdad? Sí señoría, dice Mati, pero no se preocupe usted los míos y los de mi ex están en una residencia. Ah, dice el magistrado, que tienen ustedes padres… Y que los tienen en una residencia mientras se disputan la custodia de un perro… De un perro no, señoría, de Gordi, nuestro niño. El juez mira a la pareja por encima de las gafas y resopla por no contestar. Visto para sentencia. Da un golpe con el martillo y se marcha bufando.
Hipólito Calzadilla y su esposa Trifona Ulacia van a heredar de una tía suya, Tía Eladia, que ha fallecido en la residencia El último haz de luz. La residencia El último haz de luz es muy higiénica y tiene hasta capilla propia donde los residentes puede escuchar misa. Piscina ya no hay porque los residentes nunca se bañaban. Tía Eladia se ingresó en la residencia cuando sus sobrinos, Edesio y Margarita; Francisco y Salvadora e Hipólito y Trifona ya no la pudieron atender. Es que, sabes, tía, en casa no tenemos sitio, como ahora son tan pequeñas. Pero venid aquí a vivir conmigo que la casa es enorme, les decía. No tía, que no tienes internet por cable. La pobre Tía Eladia les ha dejado todo lo que tenía a los sobrinos. Dinero no, la verdad, pues la residencia es carísima. Una estafa, dice Edesio, pero como vosotros no quisisteis atenderla. Mira quien fue hablar, dice Francisco, si nunca viniste a verla. Pues anda que estos, señalando a Trifona e Hipólito. ¿Nosotros que…? Vosotros, unos sinvergüenzas. Vamos a dejarlo Edesio, dice Margarita, que tu tienes un pronto que para qué. Comenzaron el reparto: esta cornucopia para nosotros, este armario para mí, que siempre me gustó. Esta cama de hierro me la quedó yo que dormía en ella cuando era niño… Así, entre discusiones, cambios y trapaceo se dividieron las cuatro cositas de la tía Eladia. Antes de salir miraron tras la puerta del altillo. ¿Y este cuadro? Bah, es un retrato de la tía, nosotros no lo queremos para nada. Nosotros tampoco. Pues anda que nosotros, para qué lo queremos. Hombre… es un cuadro de la tía, podríamos sortearlo, al menos para que cuelgue en alguna de las casas, ya que nos ha legado sus cosas… Quita, quita. ¿Esto?, dice Trifona mientras mira a su marido con ojos de extrañeza ¿Para qué? ¿Alguien quiere quedarse con este cuadro? Nadie lo quiso. Unos por no cargar con él, otros porque no tenían baca en el coche y los otros para que no pareciera que eran unos avaros. ¿Qué querías, que quedara yo como una ansias delante de mis primas? Menudo adefesio de cuadro, y la Tía allí, mirándonos cada vez que pasábamos por el salón toda pintada de azul. Quita, quita. Además habría que limpiarlo, restaurarlo, y eso seguro que costaba un pastizal. Mujer yo lo decía por que es tu tía. No, he llamado a un ropavejero que se lleva lo que ha quedado y no nos cobra por llevárselo. Diez días después de la mudanza saltó la noticia a las televisiones de que un trapero había vendido un retrato de Picasso de una señora que vivía en Buitrago de Lozoya. Al parecer lo habían dejado para tirar unos familiares de la difunta, que era la modelo del cuadro. Oye Trifona, una pregunta, ¿en qué pueblo de la sierra vivió la tía Eladia. En Buitrago ¿Por qué? ¡Ay, madre…!

¡HOMBRE AL AGUA!

Aquella mañana, en el puerto, apoyados en la baranda del muelle, un grupo de personas de cierta edad miran hipnotizados el ir y venir de las olas, una olas espumosas que vienen de tres en tres, a chocarse contra el muro del muelle y contra las piedras de cantería que hacen de rompeolas. En la bocana del puerto una pequeña chalupa con un viejo pescador sentado en el centro mueve, arriba y abajo, los brazos. Está pescando chipirones. De vez en cuando embarca algún pequeño cefalópodo. Una gaviota está posada sobre un amarre fabricado con un viejo cañón de alguna guerra pasada y aunque ahora aparece herrumbroso, se mantiene firme. El grupo de hombres no habla, tan solo mira con delectación el ir y venir del oleaje. Ahora viene otro grupo de hombres y mujeres -este más numeroso- que se acerca con paso decidido al borde del muelle. En cabeza va un hombre que porta, entre sus manos, una especie de jarrón que resulta ser una urna funeraria. Vienen a echar las cenizas de algún pariente difunto. Los deudos y amigos del difunto se colocan en el final del paseo y echan las cenizas sin tener en cuenta, pues son gentes de interior, que el viento sopla de forma caprichosa y que, antes de tirar las cenizas, tendrían que haberse chupado un dedo y comprobar la dirección del viento. Las cenizas, al ser liberadas de la urna, salieron volando yendo a caer sobre el grupo de hombres que estaba mirando el oleaje.
Pero esto que es, gritan algunos.
Uy, se disculpan los asistentes a la despedida del difunto. Es que no habíamos previsto el viento. Ustedes perdonen.
¿Pero qué es lo que nos han echado?
No se preocupen, que no mancha. Son las cenizas de una vecina mía, dice uno de ellos, que tenía el capricho de que se desparramaran sobre este puerto.
Pero no tendría el capricho de que me lo echaran a mi encina, ¿verdad? Lo que son ustedes es unos marranos. Ya me dirán que hago yo ahora, con este olor a difunto. Y cómo me quito esta porquería de encima. Por lo pronto ya me están pagando el tinte
Oiga no se ponga usted así y no insulte, que tampoco es para tanto. Además, qué tinte ni que niños muertos. Si tiene usted más lámparas en el traje que Osram.
Cómo que no me ponga así. Vaya usted a saber de qué ha muerto ese hombre.
Que no es un hombre, que era una mujer.
Pues peor me lo pone.
Oiga. Usted es un machista.
Y usted un tío cerdo.
Pues ahora pide usted perdón al viudo
¿Y si no lo hago qué. Me va usted a pegar?
Aquello fue la batalla de Solferino. Los unos enganchados con los otros, media docena de bofetadas y los espectadores y el cuerpo de entierro que se caen al agua. Uno de los paseantes que llama a la policía municipal y la Cruz Roja del Mar que flota su zodiac para recuperar a los contendientes. Un cordón policial, dos ambulancias y al menos una docena de personas húmedos como bacaladas secándose al sol mientras la guardia civil toma nota de cada uno de los contendientes. La mañana acabó en el hospital, en el calabozo o en casa con un resfriados de tomo y lomo.
En medio de la mar, un viejo marinero sigue pescando chipirones. La gaviota sigue posada sobre el amarre fabricado con un viejo cañón de alguna guerra pasada y las olas, de tres en tres, siguen chocando contra el malecón del puerto. La marea ha bajado y ha vuelto a subir. La resaca ha devuelto la tranquilidad a la playa y las cenizas, las pocas que han llegado al agua, se pierden por los bajíos donde cangrejos y necoras pasean, con ese caminar medio chulo, de lado. La vida sigue, la gente sigue naciendo y muriendo. Los que nacen se bautizan y, a los que mueren lo entierran y, de vez en cuando, los incineran y echan sus cenizas al mar…

¿TENÍA LA TENIA EL REMIGIO?

El verano de 1938 está tocando a su fin, de no haber guerra y no estar prohibida su celebración, hoy bailaríamos el rondón por san Ramón Nonato y la entrada de septiembre haría volver al colegio de los niños. Naturalmente ya no hay colegios tampoco. Remigio Concostrina Hoyos es muy delgado. Es tan delgado que, a la hora de hacer la comunión civil -las religiosas ya no se hacen- le tienen que vestir de grumete en lugar de hacerlo de almirante. Yo quiero un traje de almirante, como los demás niños, decía su madre al sastre. Lo siento señora pero para su hijo, todo lo más uno de grumete. Mírele que majo, con su lepanto y su camiseta de rayas azul marino. Al Remigio Concostrina Hoyos como era tan delgado y comía más que una lima nueva le llevaron al médico. El médico, que no estaba para perder el tiempo, le recetó aceite de hígado de bacalao y un enema los sábados. El Regimio Concostrina Hoyos en lugar de mejorar ganó en apetito y perdió peso, seguramente debido a la limpieza de cañerías de los sábados. Doña Pascuala Hoyos de Concostrina, o sea la mamá del Remigio, ya no sabía qué hacer. El Remigio Conscontrina se papaba, entre pecho y espalda, la cartilla de racionamiento de la familia entera. Yo que usted, señora Pascuala, llevaba el niño a donde la Manola, la de los Remedios. A la señora Manola le dicen Remedios porque siempre encuentra una fórmula para sanar a todos los desahuciados de la medicina. No sé, señora Justa, ¿usted cree que haría bien si lo llevo? ¡No ha de hacer bien! Al Gustavín, el chico de la Rita, la del horno, le sanó un paralís pasándole la piel de diez conejos desollados a lo vivo. Por Dios, señora Justa, si hasta da dentera solo de pensarlo. Usted haga lo que quiera pero al Remigio se lo curaba en dos días. Al día siguiente, la señora Pascuala vistió al Remigio su mejor pantalón de pana, le encasquetó una boina limpia y se lo llevó, tirando de él por las calles, hasta la calle de Alenza, donde cogió una camioneta que les llevó hasta Fuentelsaz del Jarama donde vivía la Manola la de los Remedios. La sanadora le hizo beber el jugo de la hiel de seis gallinas que, al Remigio, con el hambre atrasada y todo, le pareció bastante repugnante. Después, le entregó a la Pascuala un bebedizo que debía ser ingerido por el enfermo bien de mañana. No se le olvide, señora -le dijo la Manola- tenga la precaución de no darle más de dos gotas y media por día. Una cantidad inferior no haría nada y una cantidad superior podría poner en peligro al niño. La Pascuala, de la mano del Remigio, volvió a Madrid. Al bajarse en la calle de Alenza le tuvo que comprar dos chuscos de pan a un estraperlista pues el niño ya no aguantaba más de hambre. Este niño, no sé lo que le pasa, decía mientras el muchacho se metía el segundo chusco para el cuerpo. Mire a ver si no va a ser que tenga la solitaria, le dijo una portera. ¿Usted cree? Yo creo que sí, mire usted, en la calle de Serrano había una señora a la que sacaron una Tenia, que es así como se llama, que parecía una anaconda. ¿Usted cree? Vamos que si lo creo. En el Museo de Ciencias Naturales, al final del paseo del Cisne, la puede usted ver. ¿Pero no lo cerraron en el 36 cuando empezó el tomate? Sí que lo cerraron, pero se pueden entrar por un “bujero” que hay en la fachada. La Pascuala entonces se decidió a darle la medicina al niño pero, pensó, esto es metafísicamente imposible. Dos gotas y media… Cuando se parte la tercera gota se convierte en dos. No vaya a ser que en lugar de dos y media le dé cuatro y se me vaya para siempre. La Pascuala decidió no darle por el momento el bebedizo pero, el tierno infante, que volvía a tener hambre, por si era verdad lo de la Tenia, se lo bebió de un trago, sin gotas de por medio. Cuando la Pascuala descubrió el desaguisado ya no podía hacer nada salvo alimentar al Remigio para facilitar así la salida de la solitaria. El Remigio, cebado como un marrano, se sintió como un marqués de los de La Codorniz y hasta comenzó a tomar buena color y a echar una tripita como Dios manda. La Pascuala, entonces, descubrió la realidad: ni Tenia, ni gaitas, lo que tenía su Remigio era más hambre que Dios talento. Y es que, por aquellas calendas del treinta y ocho lo que no eran cuentas eran cuentos. Oiga, don Dimas, y cuando fue mayor el Remigio, ¿qué fue de él? Pues nada, se dio a las cervezas, la bicicleta eléctrica y las señoras mayores, a las que ligaba en Marina d’Or, ciudad de vacaciones. Con ese trasiego se convirtió en una especie de tira de mojama con pelo.

LA ENTRAÑABLE HISTORIA DE CIRILO MORENO RUBIO. ALIAS EDUCACIÓN Y DESCANSO


El Cirilo Moreno Rubio, pese a lo que anuncian sus apellidos, es pelirrojo. Al Cirilo Moreno Rubio, como es pelirrojo le decían por mal nombre Minio pero como se cabreaba hasta tal punto de liarse a guantadas con el primero que se lo mentaba le cambiaron el apodo. Al Cirilo Moreno Rubio le empezaron a llamar Educación y Descanso y, con ese mote, se quedó tan ancho. Es que la educación y el descanso son materias fundamentales para la buena marcha de la república, decía, como si fuera un Platón de andar por casa. Al Cirilo Moreno Rubio le decían Educación y Descanso porque era muy flojo. El Cirilo Moreno Rubio no trabajo jamás. Hay quien dice que, una noche, soñó que trabajaba y se levantó con agujetas. Esto no puede ser bueno, dicen que le dijo a su madre. Y la pobre viuda de Moreno, doña Petronila Rubio, estiraba la pensión de viudedad como estiran el filete esas madres de familia numerosa a base de darle golpes con un canto del río. No te levantas, hijo; que tengo que hacer la cama. La cama está muy bien hecha, madre. Mire usted, ni se mueve ni nada. La hizo padre, que era un carpintero de una vez. No, si lo decía por ventilar el cuarto y componerte el colchón, que va a tomar forma. Déjelo, madre. Que a mi me gusta así, como un sudario. ¡Ay, este hijo mío! -se quejaba doña Petronila- ¿A quien habrá salido? Una tarde el Cirilo Moreno Rubio se levantó después de comer para que su madre sacudiera las sábanas de migas y salió a la calle en busca de trabajo. Con un par… Al llegar a la esquina se dio cuenta de que habían cambiando el nombre de la calle. Ya no se llamaba avenida del Generalísimo, sino calle de Juan Carlos I. Tampoco pasaba el tranvía. Lo quitaron hace más de quince años, le dijo un peatón que estaba esperando a cruzar la calle. ¿Pero dónde va usted, buen hombre? No ve que no ha cambiado el semáforo. ¿Y qué es un semáforo? Pero hombre de Dios, no me diga que no ha visto usted los semáforos y que está esperando el tranvía. ¿De dónde sale usted? Es que he estado encamado estos años. ¿La polio, verdad? ¡Qué la polio…! Un mal que me dio una mañana al irme a levantar. Me daban vueltas el techo y el suelo que no se puede imaginar. Eso va a ser que estuvo usted la noche anterior de jarana. No señor, uno nunca ha salido de casa. Ni de niño. Yo estuve toda la infancia y toda la juventud en cama, formándome como hombre. Estudiando y leyendo mientras la vida transcurría. Mis padres me preguntaron en una ocasión que qué esperaba del mañana y yo les dije que esperaba descansar, porque estaba muy cansado. No, me dijo mi padre, qué vas a hacer el día de mañana y lo le dije, pues descansar eternamente. Y claro, la palabra, según es de ley, hay que cumplirla y aquí me tiene. Hoy, que mi madre me levantó para orear el cuarto me he decidido a dar un giro a mi vida y voy a buscar un trabajo. Anda que bien, le dijo el peatón. Pues mire usted, en aquella zapatería de ahí buscan un dependiente. Quite, quite… Una zapatería. Con lo que yo me he educado de joven. Además, para probarle los zapatos a los clientes hay que agacharse mucho y eso cansa una barbaridad. Yo lo que busco es algo descansado y donde pueda mostrar mis habilidades educativas. Pues no sé que decirle, con esto de la democracia han quitado el ministerio de Educación y Descanso. Ya lo decía mi padre, que esto de la entrada en el Mercado Común no podría traer nada bueno. Ya le digo. Bueno, que ya ha cambiado tres veces el semáforo de color. ¿Qué le parece a usted si cruzamos? Y para qué… total, al otro lado también está la acera de enfrente. Eso es verdad. Cómo se nota que usted es muy leído. Hombre… Si yo le contara. Cuente, cuente. Mire usted yo, una mañana en que me había leído ya toda la biblioteca de mi casa, me puse a leer el listín de teléfonos y no paré hasta el apellido Zurrukutuna. Pues llegó casi hasta el final. Ya le digo… ¿Y cómo es que no terminó ya de leerlo? Pues por pereza. No quiera usted ver lo repetitivo que resultaba el apartado dedicado a los García. Ya me lo imagino. El caso es que después de leer el listín perdí la afición a la lectura y me dediqué a escuchar la radio. La radio, aunque usted no lo crea, entre anuncio y anuncio informa y entretiene. ¡No me diga!, quien lo hubiera imaginado. Sí, sí. Ahí donde lo ve, en algunos programas no hay apenas publicidad. La radio ya no es lo de antes. Desde luego. El caso es que mi padre, por aquello de hacerme la vida más laxa y tranquila, compró un televisor Marconi y lo enchufó en el cuarto. Estuve más de un mes viéndolo pero, al final, le pedí que se lo llevará de allí. Me pareció que era un sindiós. Ellos allí, sentados y yo tumbado en mi cama. Parecía que me estaban velando y uno, qué quiere usted, tiene su público y sus dengues. A mi no me vela ni la madre que me parió. ¿No le parece a usted? Pues si señor. Claro que me parece. Me parece la mar de bien. Menos mal que aún queda gente como Dios mando. Por cierto ¿Cuál es su gracia? Severino, para servir a Dios y a usted. Yo Cirilo. Cirilo Moreno Rubio. Don Severino, según le dijo sus apellidos, miró sin darse cuenta el color rojo de su pelo. Ya sé, ya; que no tengo un color de pelo conforme a mis apellidos. Eso es lo de menos, dijo don Severino, ya ve usted, yo me apellido del Toro y no soy hijo de una vaca. Pues sí, la verdad es que esto de los apellidos es una filia. Ya lo creo. Lo mejor sería apellidarse Primero, Segundo o Tercero, según el orden de hijo que ocupes. No crea. Si usted se llama Segundo y es el primero o el tercero de los hijos también quedaría muy feo. Pues también es verdad. El caso es que yo nunca trabajé y aprovechando que hoy hace un resol muy agradable me he echado a la calle para buscar un buen empleo. Pues mire usted, si le apetece, yo le podría recomendar, ya que me parece que está usted muy educado, a un amigo que tiene una colchonería. El trabajo es de catador de colchones y, al parecer, solo tiene que probarlos, ni moverlos, ni cargarlos. Solo probarlos. ¡Ve usted, ese sí que es un buen oficio!, dijo muy contento el Cirilo. Si es usted tan amable, yo por mí encantado. Pues tenga usted esta tarjeta mía y dígale que va de mi parte. Verá como el empleo es suyo. Así fue. Esa misma tarde, el Cirilo Moreno Rubio ya tenía empleo. Tendría que comenzar en una semana, que era el tiempo en que tenía que salir de la empresa el anterior probador, que ya se jubilaba. El Cirilo Moreno Rubio, para celebrarlo, decidió ir a tomar una cerveza a la Gran Vía. Sentado en el velador miraba pasar a las chicas jóvenes que, ahora, llevaban unas faldas tremendamente cortas. Esto no me explicaba mi madre. Claro, sería para que no me echara a perder haciendo el calavera por esas calles de Madrid. Este alcalde sí que es bueno, y no el Conde de Mayalde. En una de esas se sentó, en la mesa de al lado una señorita que pidió un gin fizz. Al Cirilo le dio un vuelco el corazón. ¡Qué tía!, con qué estilo beber. Y cómo echa el humo por la nariz. Menuda clase… Al segundo cigarrillo, un Reno mentolado, el Cirilo le dio fuego con su mechero Zippo. El mechero Zippo es muy fiable cuando sopla el viento pero, por el contrario, da sabor a gasolina a la primera calada. La Palomita Méntrida, que así se llamaba la señorita fumadora, como lo sabía echó la primera calada sin tragarse el humo, dejando que éste se escapara de su boca y ascendiera hacia la nariz y los ojos como si fuera una cascada de agua inversa. Al Cirilo se le hicieron los ojos golosinas y cayó rendido en sus redes. Quiere usted casarse conmigo, Palomita. Huy lo que corre usted, mi querido Cirilo. Al querido Cirilo se le subieron los colores a la cara al sentirse llamado querido y ya no lo dudó. A usted, Palomita, le gusta bailar. Un horror, don Cirilo. Una, aunque esté mal decirlo, es como una perinola. Pues verá usted lo que vamos a hacer. He leído en el diario que la semana próxima toca en Las Vegas la orquesta de Xavier Cugat, el rey del mambo. Si a usted le parece nos casamos la semana que viene y nos vamos de viaje de novios a bailar el cha-cha-cha y todos los bailes cubanos. Huy qué feliz me hace usted, don Cirilo. Sí quiero, dijo, pero yo no tengo traje de novia. No importa. La boda la haremos en el barco. El capitán del barco nos casará, si a usted le parece. Sí quiero, volvió a repetir la Palomita que ya se sentía casada. El Cirilo Moreno Rubio, al día siguiente, como ya había firmado el contrato para el trabajo, se sintió en la obligación de solicitar los quince días de vacaciones que corresponden a todo empleado por su casamiento. Al paso le pidió un adelanto de la quincena. Al dueño de la colchonería no le hizo ningún tipo de gracia, como en natural, y se sintió burlado pero, por temor a una denuncia en Magistratura, tragó con las vacaciones del Cirilo y le dio el permiso oportuno. Ya en Vigo, de donde partió el Isla de Oms, con destino a Cuba, el Cirilo se puso al habla con el capitán del barco para preguntarle si podría casarlos de inmediato. El Capitán Aldea, que así se llamaba el responsable del barco, les dijo que sí pero que las uniones matrimoniales eran mucho más románticas al paso del Ecuador. Así pues el don Cirilo y la Palomita contrajeron nupcias acuáticas al pasar el Ecuador con destino a Cuba. Esa misma noche cenaron en la mesa del capitán que les obsequió con un vino clarete de Langa de Duero, el vino que, al decir de Gaya Nuño, explicó el capitán, no se sube a la cabeza, y permite ingerir considerables cantidades sin que se trastorne la crítica de la razón pura. Y así fue, después de beberse dos botellas cada uno salieron a la pista a bailar. El amanecer les llegó entre las notas de un bossa nova, abrazados y sudando ambos carrillos. El capitán, que no quiso romper la magia de aquella noche mandó a la orquesta que se marchasen pero que dejaran, puesto en bucle, un elepé de música caribeña. El Cirilo y la Palomita, cansados, se marcharon al tálamo y durmieron a pata suelta durante dos días y sus dos noches. Al despertar se encontraron con un fiestón organizado por el capitán pues ya veía, en el horizonte, las playas cubanas. Desde la playa, y tras agradecer al Capitán Aldea sus atenciones, se marcharon en un aeroplano a Las Vegas, donde siguieron bailando durante otra semana. Al final de la misma, y ya exhaustos, volvieron a Madrid sin despegar los ojos del profundo sueño y cansancio que traían. Ves, -le dijo don Cirilo a la Palomita- ves cómo te dije que no había nada como el descanso y la educación. Ahora me comprenderás mucho mejor. Es cierto, Cirilín -la Palomita metida en cumplidos y mimos era bastante cursi- pero yo me voy a divorciar en cuanto tomemos tierra. Hombre, Palomita, no seas gafe. Mira que decir tomar tierra estando en el aire… Es una forma de hablar, Cirilín. No quiere decir que en cuanto nos caigamos. Ah, bueno. Es que yo, sabes, para esto de los dichos y frases hechas soy un desastre. Pero me parece muy buena idea lo del divorcio. Es que yo, ¿sabes?, no soy favorable al matrimonio. Yo tampoco, Cirilín. Soy de las que piensan que el buey solo bien se lama. Hija, que ordinariez, compararme a mi con un buey. Es un decir, hombre… Al llegar a Madrid el don Cirilio dimitió de su puesto de probador de colchones. Al jefe le pareció mal pero, se dijo, me ha costado una quincena y tener que buscar otro empleado, pero bien mirado, menudo vago que he quitado de encima. La viuda de Moreno, doña Petronila, se sintió halagada por su hijo cuando le dijo que no podía vivir sin ella y la Palomita pidió el divorcio porque el matrimonio estaba consumido pero sin consumar. Don Cirilo, siempre tan pejiguera, le dijo que dicho así parecía que la consumación parecía el fin último del matrimonio; o sea, le dijo, parece que los matrimonios se realizan, tan solo para procrear. Qué ordinariez… ¿Y entonces don Cirilo -ya le había apeado el tratamiento cariñoso- para qué cree usted que sirve el matrimonio? Pues para bailar, Palomita. Para bailar y cogerse unas vacaciones después de cuarenta años sin ellas, como llevaba yo. Claro, claro, de dijo la Palomita mientras se alejaba.

EL QUINIELIN

Ser científico no es muy difícil. Es mucho más difícil ser farolero, por ejemplo, porque científico es quien aporta algo a la ciencia pero, para ser farolero, es casi imposible porque las farolas y faroles se apagan y encienden solos. Antes sí que era fácil, bastaba con llevar un palo con una mecha y darle candela al gas. Ahora, con esto del Mercado Común y la independencia de Cataluña se ha mecanizado todo. Nicéforo Berriondo Mercado tenía en su carnet puesto científico. El Nicéfono Berriondo Mercado había inventado una máquina para rellenar quinielas que se llamó El Quinielín uno, equis, dos que tuvo mucho éxito en las paradas de los mercadillos y en las gasolineras de la Nacional IV. El Nicéforo Berriondo Mercado le ofreció la máquina de rellenar quinielas a las Apuestas Mutuas pero esta no quiso ni reunirse con él. Lo que hay es mucha envidia en este país, Nicéforo, le dijo el Diodoro, el capataz de la finca Navalahonda, en la dehesa extremeña de Carmonita, en la mancomunidad de Lácara-Los Baldíos. El Nicéfonoro quiso que Gabino, el de los millones, se asociara con él pero el Gabino le dijo ¿y para qué quiero yo una máquina de rellenar quinielas si yo saco el premio al buen tuntún? Ahí tenía razón el Gabino, Nicéforo, le dijo el Diodoro, el mancebo hierbero de la botica de Carmonita. Una cosa es una cosa, y otra cosa es otra cosa. El Diodoro al expresar este razonamiento tan profundo tuvo que marchar a su casa para echar la siesta. Tenga usted cuidado -le dijo el Serapio- amigo Diodoro, no le vaya a dar un ictus de tanto pensar. El boticario titular donde trabajaba el Diodoro era don Papías, que tenía toda la rebotica llena de frascos de cristal donde guardaban fetos de ratón, culebras y hasta una tenia de metro y medio del Tarasio que fue sparring de Paulino Uzcudum cuando peleó con Primo Carnera, una bestia italiana que nació con ocho kilos de peso y llegó a medir, con el tiempo, doscientos diez centímetros, el uno detrás del otro. Oiga usted, ¿y para qué querría el boticario todos esos cadáveres metidos en formol? Vaya usted a saber. Igual estaba haciendo un museo de los horrores.  Don Avertano fue compañero en el seminario del Bonelo del Bierzo, un fraile dominico de sayal como balandrana, áspero y sucio, atado con una maroma que ríase usted de la de la barca de Santullán. El Bonelo del Bierzo fue autor de las cinco visiones ínsitas, correspondientes a Ia espiritualidad del ambiente monástico. ¡Sopla…! Impresionantes, ¿verdad?, pues las publicó y no vendió ni una copia. Esto es lo que tiene este país, don Gerlando, que hay mucha incuria y mucha ignorancia. Y usted que lo diga, don Valberga. Don Valberga salía poco porque sufría agorafóbia. A don Valberga si quería usted verle sudar sólo tenía que rodearle mientras estaba parado en la fuente de los diez caños. El don Valberga, entonces, tiraba el pitillo y se marchaba sin despedirse. Qué malo es usted, Ireneo. Mira que le gusta que el don Valberga se recoja. Anda y que le den, decía entonces el Ireneo. Este tío es gafe. No se ha dado cuenta que cuando sale siempre llueve. Igual es que el secano no le pluge, Ireneo, y solo sale cuando llueve. A lo mejor es como las setas. Ay, Ireneo, no sé que vamos a hacer con usted…