EL NICASIO Y EL CINE

Nicasio Ardiles Padilla nació cuando las cartillas de racionamiento tocaron a su fin. A Nicasio Ardiles Padilla no le tocó cartilla de racionamiento pero sí de lactante, que fue la última cartilla que se mantuvo en vigor. Al Nicasio Ardiles Padilla le gustaba el cine un horror. Al Nicasio Ardiles Padilla le pusieron Gallinero de mal nombres por su afición a ir al cine. Al Nicasio, como al resto de niños de aquella época, les parecía mucho más interesante el gallinero que el patio de butacas. Y mucho más barato, adonde iba a parar.. El Nicasio Ardiles iba todos los jueves a la primera sesión de tarde. El precio de la entrada, una peseta con veinticinco céntimos, correspondía con el 50% de descuento si entregabas un vale de los que daban en el mercado. Al Nicasio Ardiles Padilla en cuento le daban de comer se cogía las una veinticinco que había recaudado haciéndose cucamonas a su abuelo y se marchaba a la sesión continua del Bellas Vistas, o del Montija, o del Europa o del Estrecho. En El barrio del Nicasio Ardiles, como en casi todos los de Madrid, había donde elegir. En los cines de barrio de aquellas épocas se echaban, que no se ponían, ni se programaban, dos películas, el NO-DO y, si había suerte, una cosa que llamaban Complementos, que nunca supo bien si eran anuncios, traileres de otras películas o qué gaitas eran. En los cines de barrio a los que acudía el Nicasio siempre olía a ozonopino RuyRan que rociaba el acomodador con una especie de extintor rojo. Al ozonopino se le llamaba flyt, por ser rociado. Nunca supo muy bien de donde viene la expresión flyt pero valía tanto para el ozonopino como para rociar los somieres contra las chinches. El acomodador y el portero de los cines del barrio del Nicasio vestían trajes y abrigo, en invierno, de emperador centroeuropeo, con entorchados en los hombros y hasta gorra de plato. Otra cosa no tendrían, pero anda que prestancia… El acomodador llevaba una linterna plana, a la que, cuando se fundía, se le cambiaba la bombilla minúscula. También recuerda el Nicasio que las pilas de la linterna eran de petaca y hacían contacto sobre dos pequeñas pestañas a las que, si se arrimaba la lengua, daban algo de corriente. El acomodador solicitaba las entrada, las alumbraba con la linterna y dirigía a los espectadores hasta la butaca. El Nicasio siempre llegó media hora antes de abrirse las puertas de cine y, por tanto, nunca necesitó de la ayuda del acomodador. Cuando indicaba con la linterna los asientos a ocupar extendía su mano, sin ningún tipo de rubor, reclamando su propineja. Si no le daban propina el acomodador iba relatando contra los espectadores hasta que volvía a los cortinones de terciopelo que hacían de filtro de la luz de la entrada. El acomodador era una especie de capataz del circo. Si él decía silencio se callaba todo el mundo, si chistaba y alumbraba, a la menor te sacaba de la sala cogido de la oreja. Nunca, jamás, había que ponerse, si se ocupaba el patio de butacas, sin el cobijo del entresuelo. Los gamberros del entresuelo escupían, o meaban, a los del patio de butacas. Una vez finalizada la primera película, entraba en la sala un par o tres de vendedores de caramelos, de bombón helado y otras golosinas -recuerda unas grageas redondas de chocolates Nestlé que se pelaban, una a una- a las que el Nicasio nunca tuvo acceso. Antes de apagar la luz para rebobinar la película aparecía un cartel que decía: visite nuestro bar. Antes, mucho antes, se ponía: ambigú en el hall de entrada. Esto, claro, era mucho más fino. El Nicasio vio varias veces, pues si no tenía deberes veía dos veces cada una de las dos películas, morir a Liberty Valance, se acojonó lo suyo con la uña del dedo meñique y el bigote de Fumanchú, se embarcó con James Masón en el Nautilus, se levantó contra Roma a la vez que Kirk Douglas en Espartaco, nadó con Johnny Weissmuller y con Chita en las charcas del Kalahari (yo Jane, tu Tarzán), se avergonzaba, en Semana Santa, con la mini túnica de Victor Mature. También lloró el Nicasio lo suyo cuando el niño rubio le gritaba a Alan Ladd vuelve Shene, vuelve… El Nicasio creció como crecen los cardos, y las ortigas, por efecto de las lluvias y el alimento que le da la tierra y comenzó a trabajar antes de cumplir los catorce. Entonces, con sus cinco pesetillas. ¡A duro el cine, que horror. No sé adonde vamos a llegar! En el cine Europa, con tu durito, podías ir al patio de butacas -siempre al resguardo del gallinero pero sin llegar a ocupar la fila de los mancos- y allí vio el Nicasio Arder París y El día más largo, películas corales de la segunda gran guerra. Y vio volar por los aires los Cañones de Navarone, y se enamoriscó de Irene Papas que se parecía mucho a una vecina de su pueblo, siempre lozana y de negro. Y por fin se quedó de una pieza al ver a The Beatles en Help y pasó las de Caín con la avioneta que quería rociar de flyt a Cary Grant, y como parecía que a cada momento pillaban a James Stewaard con los binoculares en la mano mirando por La ventana indiscreta. Y el Nicasio creció más y ya asistía regularmente a los cines de Fuencarral y la Gran Vía, y se azoró con Dusty Hoffman y la señora Robinson y pensó que, pese a la edad, estaba mucho más buena Anne Bancroft que su hija. Pero lo que siempre recuerda el Nicasio, cuando piensa en el cine, es el hambre que atesoraba en aquellos cines en que estaba prohibido comer o llevar bocadillo. En eso y en los asados de patas de ternera, o corderos de Los Vikingos que se comía un Ernest Borgnine y en la cola que tuvo que esperar para ver Helga, el milagro de la vida. Eso, y la cara de membrillo que se le quedó al salir de ese único cine de arte y ensayo al que jamás volvió.

Una respuesta a “EL NICASIO Y EL CINE

  1. La Aguela

    En otros casos y barrios, los «Nicasios» iban al Odeón, Pavón y Lavapiés(este sin ón) , siendo esas experiencias de las que más parece que se recuerdan por estos pagos.
    Muy buena recopilación de filmes de la época.